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Por Alberto Montero, miembro del Consejo Asesor

El mercado de trabajo español presenta diversas disfunciones —cuyo origen es difícilmente identificable porque son multicausales— que, agregadas, lo convierten en un mercado de trabajo con importantes anomalías en el contexto europeo.

En este sentido, no dejan de ser anomalías que se firmen más de 20 millones de contratos al año, que la tasa de desempleo duplique la de la media de la eurozona, que la tasa de temporalidad sea una de las más elevadas de toda la Unión Europea o que la tasa de desempleo juvenil sea ya la más alta de toda la eurozona.

Pero existen otras anomalías menos difundidas a nivel mediático. Entre esas disfunciones, se encuentra la estructura dual de la distribución de la población activa en función de su grado de formación que presenta nuestro mercado de trabajo.

En efecto, cuando se habla de los retos que deberá enfrentar el mercado de trabajo en los próximos años como consecuencia de la revolución digital en marcha, no suele prestarse atención a dicha dualidad, a pesar de que constituye una importante restricción sobre la capacidad de adaptación de la fuerza de trabajo a la misma.

Así, constituye una anomalía adicional a las ya señaladas el hecho de que la población activa de este país se encuentre polarizada entre un 40% de la fuerza laboral, que está altamente cualificada y posee estudios universitarios o superiores, y un 36% de la fuerza laboral que solo posee la mínima formación exigida por la ley. Entre ambos extremos se ubica apenas un 24% de la fuerza laboral, que tiene estudios medios.

 

Y esta anomalía, como la de la elevada temporalidad en la contratación, no obedece a una polarización atribuible de la economía española

 

Y esta distribución se replica con porcentajes similares para el caso de los jóvenes entre 25 y 34 años (34% con estudios básicos; 24% con estudios medios, y 41% con estudios), lo que significa que no es una polarización de carácter generacional entre jóvenes bien formados y trabajadores mayores peor formados, sino que es un rasgo estructural de nuestro mercado de trabajo.

Y esta anomalía, como la de la elevada temporalidad en la contratación, no obedece a una polarización atribuible a la estructura productiva de la economía española: ni se necesitan tantos trabajadores con alta cualificación ni tantos con tan baja cualificación, si bien es cierto que los estudios sobre vacantes demuestran que existen más vacantes por cubrir —y, por lo tanto, mayor necesidad— en sectores intensivos en mano de obra altamente cualificada.

De hecho, la prueba de que nuestra estructura productiva, al igual que ocurre en otros países, demanda mayoritariamente trabajadores de cualificación media es que, a pesar de que la diferencia entre las tasas de desempleo de los trabajadores de alta cualificación y la de los de media cualificación se sitúa sistemática y estructuralmente en siete puntos, los de alta cualificación tienen una tasa de desempleo menor porque el nivel de sobrecualificación de los trabajadores españoles es muy elevado (las últimas estimaciones la sitúan en algo más del 22%).

De esa forma, los puestos de trabajo que necesitan de una cualificación intermedia son ocupados finalmente por trabajadores de alta cualificación, síntoma evidente de que la expansión educativa que ha experimentado este país en las últimas décadas no ha venido acompañada de un crecimiento semejante de la demanda de trabajadores cualificados en el mercado de trabajo.

 

Esta disfunción se convierte en una rémora para la adaptación a las exigencias de las repercusiones de la revolución tecnológica sobre las ocupaciones

 

Es más, prácticamente desde inicios de este siglo, el número de titulados superiores comenzó a superar al de puestos de trabajo para esa categoría, incrementándose progresivamente la brecha y ampliándose de manera singular durante los años de la crisis, generando el problema de sobrecualificación que subyace tras la referida dualidad formativa.

Evidentemente, esta disfunción —unos porcentajes tan elevados de trabajadores de baja cualificación y de trabajadores de cualificación alta en situación de subempleo— repercute negativamente sobre los niveles de productividad de la economía y se convierte en una rémora para la adaptación a las exigencias de las repercusiones de la revolución tecnológica sobre las ocupaciones.

Ante esta situación, es necesario enfocar los retos que tenemos por delante situando como un vector estratégico de las políticas activas del mercado de trabajo la garantía de la formación a lo largo de toda la vida de los trabajadores. Y, para ello, hay que superar la idea de que la formación debe ser una obligación de los trabajadores para pasar a asumir que se trata de una responsabilidad compartida entre estos, la Administración Pública y las propias empresas.

Pero, además, será necesario trazar una estrategia que adecúe el sistema educativo y, por ende, los conocimientos, competencias y habilidades de sus egresados sea cual sea el nivel educativo del que se trate, a las necesidades de un mercado de trabajo en continua evolución si aquel no quiere acabar convertido en una fábrica de aspiraciones frustradas.

No son pocas las tareas que la sociedad española tiene por delante, y todas ellas requieren de grandes acuerdos de país que se vislumbran difíciles en un escenario de polarización política tan acusado. Ojalá, en algún momento, se impongan la sensatez y el sosiego que exige el diseño de las estrategias necesarias para gobernar la revolución tecnológica y sus efectos, porque, por mucho que nos pese, esta no espera a quienes quedan rezagados.

 

Esta tribuna de Alberto Montero fue publicada originalmente por El Confidencial el 3 de febrero de 2020